Un caluroso
14 de julio
Acababa de salir de la ducha cuando sonó la canción Mírame a
los ojos de Green Valley. Cogí el móvil del lavabo de mármol y
después de comprobar de que quien me llamaba era Álvaro, contesté.
-¡Álvaro!
-Hola princesa -me contestó-. ¿Qué tal la tarde?
-Muy aburrida...
-Pues te la voy a animar un poco.
-¿Ah, si? -me emocioné- ¿Qué me espera?
-Te espero yo a las diez en el parque.
-Allí estaré.
-Muy bien. Luce tu mejor vestido.
Colgué. Me vestí con mi mejor ropa: Ese vestido azul y blanco de
Chanel que Álvaro me había regalado. Era precioso. Tenía dos tiras
cruzadas en el pecho, azules, que se volvían a cruzar por la espalda
y se ataban a la cintura. La falda del vestido empezaba con el mismo
azul, pero iba haciendo un degradado hasta el borde, que se volvía
blanco. El vestido me llegaba por las rodillas y me encantaba. Era
fresquito, pero dejaba ver sólo lo suficiente. Me puse unos tacones
de aguja azul cielo -era bajita, por lo que no me quedaban demasiado
mal-, con un bolso del mismo color, pero con correas blancas. En el
baño me hice mi mejor peinado: Una trenza de raíz que me recorría
toda la cabeza, del lado derecho hasta el izquierdo, la raya en un
lado y todo el pelo que quedaba suelto, liso, ondulado por las
puntas. Estaba perfecta. Metí lo necesario en mi bolso y salí de
casa. En diez minutos estaba en el Parque del Retiro. Recorrí el
camino de tierra, giré a la izquierda, luego a la derecha... y ya
estaba. Un banco escondido entre unos altos árboles, cerca de un
riachuelo. Era sumamente impresionante. Pero en ese día, en ese
momento, en esa décima de segundo, aún lo era más.
Una semana y
algo antes
Caminábamos de la mano a la sombra de ese caluroso tres de julio.
Entonces Álvaro empezó a correr a una velocidad de vértigo, y yo,
enganchada a su mano, le seguía. Me llené de barro mis sandalias
negras, pero mereció la pena. Llegamos a un banco precioso, rodeado
de árboles y de enredaderas, en una mini-pradera repleta de azucenas
amarillas. Me cogió una mano, y la otra la apoyó en mi espalda. Me
acercó a él y en ese instante se paró el tiempo. Su olor, su
respiración, su tacto, su mirada... Todo. Y me besó. Mi primer beso
con él. No pude saber cuánto tiempo estuvimos así, y creo que
nunca lo sabré. Le agarraba muy fuerte, creo que, con la intención
de pegarme a él y no separarme jamás. Pero no debía funcionar,
porque nos acabamos separando.
Desde entonces, era nuestro banco. Nuestro lugar. Nuestro, y sólo
nuestro.
Un caluroso
14 de julio
Esa vez era todavía mejor. Estaba todo decorado con velitas, y había
un mantelito en el suelo con un montón de comida riquísima, hecha
por Álvaro. Era precioso. Me acerqué a él y lo besé, y él,
respondió el beso.
-¡Sorpresa!
-¡Wow! Álvaro, es impresionante.
Entonces me miró con un brillo en los ojos, un brillo de niño
pequeño, un niño pequeño con una de esas piruletas enormes de
colores que salen en los dibujos animados. Y entonces, sus ojos
marrones, tan comunes, me parecieron los más bonitos del mundo.
Íncreibles, inigualables, únicos. Especiales.
-¿Te gusta?
-¿Bromeas? ¡Me encanta!
Y me cogió, y me volvió a besar, y nos quedamos así, abrazados, yo
apoyada sobre su pecho, escuchando su corazón, o tal vez, el mío,
robado y guardado dentro de él. Y esa noche fue mágica. Comimos
todo -hasta reventar-, jugamos, bailamos, gritamos, saltamos,
corrimos y nos abrazamos.
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